jueves, 12 de septiembre de 2013

Marco Tulio Aguilera Garramuño


Aquiles quiere todas las noches, antes de dormirse, un polvito no muy elaborado, apenas para dar fin a las reservas de vigilia que el trabajo en la oficina, las rutinas del café, los amigos y el periódico, no logran agotar. Su esposa, tres de cada cuatro noches, cansada e inapetente, derrotada por los afanes hogareños, la ansiedad de la espera y la tensión que suscitan en ella las telenovelas caprichosas e interminables, se derrumba sobre la cama, no sin haber cumplido con los rituales que el terco Mamuma se empeña en repetir antes de conciliar el sueño. Vestida a veces o con el pijama a medio camino, su cuerpo hecho una bella e inútil madeja, enternece y molesta, despierta el deseo y lo apaga con la inocencia de los indefensos. Lo que tiene de niña le salta entonces como un duende al rostro, allí se instala e ilumina la expresión sosegada y risueña de sus labios, los rasgos de muñeca vagamente oriental, las largas y densas pestañas, el pelo negrísimo felizmente desordenado en contraste con la palidez rosácea de las mejillas. La muy puta, piensa cariñosamente Aquiles, sabe desarmarme con su mejor pose. Pero no. No es ésa la mejor. Basta que abra los ojos para que la obra de arte de su rostro alcance la plenitud, el equilibrio magnífico, la turbadora belleza que no han logrado opacar los años ni soslayar la costumbre. (...)

 (La noche de Aquiles y Virgen)

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