martes, 17 de septiembre de 2013

Jean Cocteau


Mi madre había muerto al traerme al mundo y siempre había vivido frente a frente con mi padre, hombre triste y encantador. Su tristeza era anterior a la pérdida de su mujer. Incluso en la felicidad se había sentido triste y ésa es la razón por la que a su tristeza le buscaba yo raíces más profundas que su duelo. 

 El homosexual reconoce al homosexual como el judío al judío. Lo adivina bajo la máscara, y yo me encargo de descubrirlo entre las líneas de los libros más inocentes. Esta pasión es menos sencilla de lo que suponen los moralistas. Porque, así como existen mujeres homosexuales, mujeres con aspecto de lesbianas, pero que buscan a los hombres de la especial manera en que los hombres las buscan a ellas, también existen homosexuales que se ignoran a sí mismos y viven hasta el fin en un malestar que le achacan a una salud débil o a un carácter sombrío. 

 Siempre pensé que mi padre se me parecía demasiado como para diferir en este punto capital. Es probable que ignorase sus inclinaciones y en lugar de ir cuesta abajo, iba penosamente cuesta arriba sin saber lo que le hacía la vida tan pesada. De haber descubierto los gustos que nunca encontró la ocasión de hacer florecer y que se me revelaban por frases, por su forma de caminar, por mil detalles de su persona, se habría ido de espaldas. En su época la gente se mataba por menos. Pero no; él vivía en la ignorancia de sí mismo y aceptaba su fardo. 

 Es posible que yo deba mi presencia en este mundo a semejante ceguera. Lo deploro, pues a cada quien le habría ido mejor si mi padre hubiese conocido las alegrías que me hubiesen evitado algunas desdichas.

(El libro blanco)

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