miércoles, 4 de septiembre de 2013

Luis Buñuel


En la época del surrealismo, era costumbre entre nosotros decidir definitivamente acerca del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, de lo bello y de lo feo. Existían libros que había que leer, otros que no había que leer, cosas que se debían hacer, otras que se debían evitar. (…) 

Aconsejo a todo el mundo que haga lo mismo algún día. (…) 

 Me ha gustado Sade. Tenía más de veinticinco años cuando lo leí por primera vez, en París. (…) 

Los 120 días de Sodoma se editó por primera vez en Berlín, en una tirada de muy pocos ejemplares. Un día, vi uno de esos ejemplares en casa de Roland Tual, donde me encontraba en compañía de Robert Desnos. (…) Me lo prestó: Hasta entonces, yo no conocía nada de Sade. Al leerlo, me sentí profundamente asombrado. En la Universidad, en Madrid, no se me había ocultado en principio nada de las grandes obras maestras de la literatura universal desde Camoens hasta Dante y desde Homero hasta Cervantes. ¿Cómo, pues, podía yo ignorar la existencia de este libro extraordinario, que examinaba la sociedad desde todos los puntos de vista, magistral, sistemáticamente, y proponía una tabla rasa cultural? Para mí, fue una impresión considerable. La Universidad me había mentido. Otras «obras maestras» me parecían al instante despojadas de todo valor, de toda importancia. Intenté releer la Divina Comedia, que me pareció el libro menos poético del mundo, menos poético aún que la Biblia. ¿Y qué decir de Os Lusiadas? ¿De la Jerusalén libertada? 

 Me decía: ¡habrían tenido que hacerme leer a Sade antes que todas las demás cosas! ¡Cuántas lecturas inútiles! (…) 

(Mi último suspiro)

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