jueves, 21 de junio de 2012

Henri-Frédéric Amiel


He devorado “En torno al diario íntimo” de Amiel en un abrir y cerrar de ojos. Y me sorprende, la verdad; me sorprende porque es un libro introspectivo, repetitivo y lineal. Pero todos esos condicionantes no han sido lo suficientemente fuertes para frenar mi curiosidad sobre las reflexiones de este gris personaje que, en el mejor de los casos, vivió para el fantasma de la vanidad, una vanidad opaca, hipócrita y fatigosa.

En nada se emparenta su penosa filosofía con mi angustioso y visceral modo de interpretar la vida. Intuyo en sus palabras el carácter de un hombre engreído por la sensación de superioridad que produce la elusión del pecado, y no hallo atisbo alguno de nobleza en su intachable verborrea. Sin embargo, en sus reflexiones se adivina una inteligencia exquisita, un manjar digno del Olimpo.

 Nos guste o no, lo que en realidad llama al espíritu, lo que lo atrae a las llamas del deseo es lo frío, lo concienzudamente meditado; todo aquello que adivinemos de una pasta superior a la nuestra. Todo lo que sea capaz de erradicar, en su vasto interior, cualquier vestigio de debilidad respecto al resto; y Amiel, en este contexto demuestra su fortaleza aislándose del mundo y refugiándose en su diario. Está solo, solo y maldito en su triste, casto y gris universo de egolatría.

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