martes, 26 de junio de 2012

Walter Serner


Leyendo el “Manual para embaucadores” de Walter Serner no puedo sino acordarme de Newton. Y es que si no fuera porque conozco su trágico final (Serner acabó sus días en un campo de concentración nazi), no me hubieran faltado ganas de volver atrás en el tiempo para encontrarme con él y bajarlo al fangoso terreno de lo humano de una bofetada dialéctica.

 Serner poseía una inteligencia desmesurada y unos modales impecables; pero ambos atributos en nada se hallaban reñidos con la estupidez y el esnobismo que lo asemejaban más al Fantasma de Canterville que al irónico y sagaz literato que pretendió ser.

Este tratado para pícaros y marrulleros posee pasajes inconmensurables, dignos de una genialidad que roza lo insultante. Pero la mayor parte del mismo parece haberla compuesto un taimado adolescente al que la vida sólo ha mostrado su cara más amable; puesto que hace, en sus disertaciones, una ridícula y despiadada criba entre ricos y pobres que lapida cualquier vestigio de intelectualidad en su persona.

En ocasiones, su frivolidad es tal que hasta la mujer más coqueta y superficial vería en él a un adversario más que a un hombre.

 Serner tenía el método, lo conocía a la perfección; pero jamás lo puso en práctica antes de escribir su tratado. No le fue preciso: sus experiencias jamás atravesaron la superficie.

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